Ensayo «Igualdad entre el hombre y la mujer».
Ética y gestión de la práctica profesional
Trabajo final: Igualdad entre el hombre y la mujer.
Tesis planteada: A fin de lograr una sociedad más justa, más armoniosa y más feliz es imperativo que tanto los hombres como las mujeres gocen de iguales oportunidades, responsabilidades y tratos en la vida pública.
Igualdad entre el hombre y la mujer
El tema de este trabajo es la igualdad de género. Dado el clima controversial y de difícil resolución que se vive en la actualidad, además de la relativa o más bien escasa importancia que se le ha dado en periodos históricos previos, me ha llamado la atención desarrollarlo un poco más. Sin embargo, desde el principio dejo asentada mi tesis en torno a la cuestión de la igualdad entre el hombre y la mujer. Y es que a fin de lograr una sociedad más justa, más armoniosa y más feliz es imperativo que tanto los hombres como las mujeres gocen de iguales oportunidades, responsabilidades y tratos en la vida pública. Esto no sería pensable, mucho menos realizable, si no hubiera una igualdad entre ellas y nosotros. Cualquier otra vía parecería errónea, tergiversada y en pro de uno de los dos géneros, lo que provocaría una injusticia en la humanidad. Tesis aquí defendida por considerar la más plausible y necesaria en términos racionales y reales. No es un género, pues, quien debe arrogarse el derecho de decidir cómo ha de establecerse la configuración del mundo y cuál de los dos ha de dominar al otro. No se admitiría que uno estuviera por encima del otro, sino que más bien mediara un puente a través del cual resultara posible la armonía en aras de la finalización de las hostilidades y las explotaciones, principalmente, del hombre con respecto a la mujer.
La primacía de un género en la historia
En primer lugar, me parece indispensable realizar un breve bosquejo de la condición de la mujer desde las culturas antiguas con el propósito de visualizar cómo se ha perpetuado, como bien se señala en el video sugerido por la profesora Carmen, «La discriminación de la mujer. Antecedentes filosófico-religiosos», una ofensiva inconsciente o conveniente sobre el otro género. Ya desde la prehistoria, cuando no había importantes asentamientos humanos en el mundo, no al menos con mucho desarrollo, en función de las características naturales de cada género se establecía una división de los deberes. Los hombres, más fuertes y nervudos, se dedicaban a la caza, a la recolección de los alimentos, la construcción de pequeñas viviendas. Mientras tanto las mujeres parían a los hijos, los criaban y, de vez en cuando, asistían en las actividades hechas por el hombre. Por supuesto que en esas prácticas ya se moldeaba una estética y un juego de roles que, a todas luces, habría de permear épocas venideras. En la antigüedad, por ejemplo, en la antigua Grecia, la mujer no existía como ciudadana ―al igual que los niños o los no nacidos en Grecia― y fue en cambio relegada al ámbito doméstico. Cierto que las mujeres fungían como primeras formadoras de los niños griegos, pero ello quedaba limitado a la crianza, la transmisión de las tradiciones y el cuidado de la casa. ¿Pero cuánta injerencia política o cultural tenían además de ello? En efecto, ninguna. Aun los tres grandes filósofos clásicos parece que olvidaron esa cuestión por no tratarse de uno considerado de mayor envergadura. El dominio varonil fue una realidad normalizada y asumida como una verdad. En el mundo oriental no fue muy distinto, puesto que la mujer siguió teniendo un papel secundario, cuando no subordinado, al hombre, Aunque, cabe resaltar, comparado con las civilizaciones griega y romana, otras anteriores o contemporáneas ―etruscos, minoicos, persas, etc.― dedicaban una mayor relevancia social a la mujer. Pero, con patriarcados o no, difícilmente puede eludirse la realidad de que las mujeres siempre han ostentado un status al servicio del género masculino. En la Edad Media, la mujer crecía de acuerdo a una serie de criterios formativos y culturales, debían ser comprometidas, desposadas, procurar descendencia, entre otras cuestiones. El varón se encargaba de su mujer. La señora obedecía a su señor. Lo más urgente en la agenda cultural era hacer de la mujer una esposa y una madre. No se pensaba un proyecto alternativo para ella. Una cuestión era qué tanta voz podía tener en el seno de su familia, en su comunidad, aun en su nación, pero otra muy diferente era la libertad que tenía para decidir una vida en contra de las estipulaciones culturales. Siendo las condiciones así, no podía admitirse que existiera una igualdad de derechos entre el hombre y la mujer. En términos de libertad de proyecto de vida, de una identidad fémina diferente, de una asunción de otras posibilidades, durante la Edad Moderna no fue tampoco otro cantar. Con el fin del Antiguo Régimen y el ascenso de las burguesías, la mujer debió conservar un papel fundamental como madre restringida al hogar. Los hombres debían encargarse de los negocios, el trabajo, nuevamente, como en la antigüedad, de las cuestiones de la vida pública y el sostenimiento familiar, mientras que la mujer quedó confinada a los cuatro muros de su realidad, cuando no injustamente remunerada en caso de necesidad por adquirir un empleo. Vemos, pues, que aun en tiempos avanzados, siglos XVIII, XIX y XX, la mujer no podía ejercer tan soberanamente como el hombre. Tuvo que llegar el siglo XIX para que comenzaran los primeros movimientos feministas para demandar una igualdad de derechos entre individuos de ambos géneros: igualitarismo, sufragio femenino, derechos de propiedad, divorcio y la emancipación de la mujer. Es en este tiempo, como en ningún otro anterior de la historia de la humanidad, cuando las mujeres se incorporan de manera definitiva, ya no parcial, al mundo laboral, sobre todo en países desarrollados, después de finalizada la Primera Guerra Mundial.
En efecto, resulta innegable cómo la mujer ha padecido una condición de servidumbre, de sostén familiar, de protección del hogar, de distracción sexual, de relajamiento del varón, estados todos injustamente trazados para ellas, las féminas, las del otro sexo. Acaso no en todas las culturas haya habido propiamente un patriarcado, entendido como un sistema creado en beneficio del hombre, pero sí en todas sin excepción se produjo un altísimo margen de dominio sobre la mujer. Los fines han sido claros: actuar en el mundo con más potestad, amparados por un criticable y mal interpretado naturalismo, prejuicios y sesgos sustanciales en torno a la naturaleza de cada género, valores culturales asumidos de manera pasiva y automática, sin ningún sentido de la crítica. Pero el tema que nos ocupa no puede quedar ―al menos con cierta llaneza conceptual― explicado si no atendemos a un problema de definición sobre el término de igualdad.
¿Qué significa la igualdad en el tema de género?
A menudo se emplean los términos de igualdad y equidad de género de manera indistinta, pero ¿ello es en verdad correcto? ¿Qué significa y por qué es imprescindible hablar de igualdad? Ambos términos son cruciales para comprender la justicia ―que es una de las tres cosas pretendidas, junto a la armonía y la felicidad de ambos géneros―. Sin embargo, debe clarificarse una cuestión al respecto. La esencia femenina y la esencia masculina no son idénticas, por lo que no es en ese sentido sustancial en el que se aplica la idea de la equidad, sino en sus derechos humanos y en el valor que, en primer lugar, tienen en cuanto que son seres humanos. En efecto, un hombre no es igual que una mujer, ni viceversa, lo que salta a la vista desde la constitución biológica y fisiológica de cada género, además de sus estructuras psicológicas y rasgos distintivos profundamente inmanentes en cada uno. De acuerdo con el artículo «Igualdad y equidad indispensables en el avance social» de Ainhoa del Amo, la igualdad es un derecho humano ya reconocido desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, donde se busca garantizar que todas las personas sean iguales ante la ley sin ninguna clase de privilegios para unos. Por otro lado, la noción de equidad alude a una suerte de «justicia natural», es decir, con independencia de lo humano, aquella intuición de que un acto o una postura son equitativos. En terrenos de la realidad, la igualdad no es más que un ideal, en tanto que la equidad resulta ser la cristalización de lo que se ha logrado en materia de igualdad. Ambos conceptos, es verdad, tienden a la perspectiva de que tanto los hombres como las mujeres gocen de la misma condición en la vida, salvo que difieren en el origen: la igualdad en un sentido jurídico y la equidad en uno naturalista. En todo caso, lo cierto es que ambos términos concuerdan en la no diferencia entre ambos géneros en relación con el trato que debe dispensarse a cada uno. No es, pues, mi objeto lograr solamente la igualdad formal o simbólica en el seno de las sociedades, como ocurre en algunos países, como simples discursos y narrativas políticamente correctas, sino una aplicación real y global que haga valer su significado en cada vida particular y en la vida social. Me parece importante reconocer los significados de estos términos, sus usos, su campo de aplicación y la semejanza principal que guardan entre sí: el alcance de un estado más justo para todos.
Una misma naturaleza humana para una igualdad
Ahora bien, es indispensable, al momento de tomar en consideración una de las principales razones que ha hecho de los hombres el grupo hegemónico del mundo, tratar sobre la naturaleza que legitima al hombre como señor y a la mujer como servidora o vasalla. Tal y como certeramente comenta Pedro López Anadón, en el video «La discriminación de la mujer. Antecedentes filosófico-religiosos», en la religión católica, por citar un sólo ejemplo, se culpa a la mujer de la caída del hombre del Paraíso y, por ende, sugiere la idea de que en ella se encuentra el pecado y el error. Ante el virtuosismo inicial del hombre, la correspondiente concupiscencia de la mujer. Ya en ámbitos religiosos, pues, se nota esta génesis de las dos naturalezas contrapuestas del hombre y la mujer. El primero trazado para grandes propósitos, mientras que la segunda, indigna de participar de ellos, por tratarse de un ser secundario, superado por el otro género. Dado que la naturaleza masculina resulta menos falible que la femenina, por lo tanto han sido los hombres quienes han tenido que encargarse de los destinos humanos. ¿No es ese punto de partida a todas luces tendencioso e insuficientemente convincente? No podemos hablar de una naturaleza superior y otra inferior por hechos relatados en textos sagrados, interpretaciones religiosas o tergiversaciones variopintas. De mala fe sería hacerlo. Las razones simplistas de la biología distinta de la mujer no demuestran ni por asomo que ello justifique la falta de justicia con respecto a ella misma. Simone de Beauvoir atina con mucho esmero al declarar en el segundo tomo de La experiencia vivida lo siguiente: «Las condiciones de marginalidad y discriminación no son la resultante de una naturaleza particular, ni constituyen una esencia, una condición especial, sino que responden a una situación impuesta (…) las características humanas consideradas femeninas son adquiridas a partir de una construcción cultural y política». Es claro que Beauvoir denuncia esa falsedad de la naturaleza endeble de la mujer para que se perpetren actos deleznables en su contra. No hay tal, sino que es una naturaleza ficticia por el hombre, justamente con el objetivo de obtener el mayor provecho posible del «segundo sexo», como lo llama la filósofa francesa.
No hay una naturaleza privilegiada y otra desposeída. Ambos géneros participan de la misma en cuanto que humanos, es decir, tienen el mismo origen —sea este divino o no— y, por ello, no puede pensarse que por fuerza uno debe dirigir al otro, peor aún, someterlo. En algún punto en el tiempo fue muy útil sostener el relato de Adán y Eva para responsabilizar a la mujer como propiciadora de males y al hombre como solucionador de problemas y, además de eso, estar más cerca de Dios, por haber sido el primero y el elegido. Hoy en día no es más así. Al estar trazados por la misma naturaleza, no hay una razón completamente contundente que nos demuestre que, en efecto, un género merece mejores tratos que otro por provenir de un origen más elevado. Semejante idea no ha hecho más que pervertir las relaciones entre hombres y mujeres y desembocar en una desigualdad. No podemos justificarlo si lo que pretendemos es conseguir ese estado de paz y de bienestar. En la comprensión de un mismo origen y una naturaleza compartida podemos encontrar muchas respuestas al respecto.
Paridad de las potencias de la inteligencia en ambos géneros
En el transcurso de la historia, hemos visto, sin embargo, que las mujeres han sido también tildadas de menos inteligentes y menos capaces para desempeñar grandes trabajos en la sociedad. Pues bien, este ha sido un falso argumento sostenido por hombres machistas que se han valido de ello para desestimarlas. Lo cierto es que el argumento es todo lo contrario: existe una paridad de facultades intelectuales y físicas para que ambos géneros se desarrollen en plenitud y puedan mostrarse en la sociedad. Por meros afanes culturales, ideologías de género y conservación del statu quo se ha transmitido esa añeja idea de que el varón ha sido naturalmente más dotado que la mujer. Pero si ello fuera verdad, no habrían existido las mujeres célebres que existieron en todos los campos del conocimiento humano. La prueba empírica lo constata sin admisión de objeción alguna. Tan es así que existió Cleopatra, el último faraón de la civilización egipcia, casi como una metáfora del fin de los tiempos, quien fue esencial para la vida política de su pueblo. Y en el área de la filosofía, Hipatia de Alejandría, de senda inspiración intelectual, erudita en matemáticas y astronomía, cuyas aportaciones habrían de permear las teorías de Newton, Leibniz y Descartes. Sor Juana Inés de la Cruz, la escritora más destacada del mundo novohispano, quien destacó por su altísima literatura y su profundidad en ideas filosóficas. Ada Lovelace, connotada matemática del siglo XIX, desarrolladora crucial de la informática. Marie Curie, la primera mujer en obtener doble Premio Nobel, uno en Física y otro en Química. Virginia Woolf, una de las principales escritoras de la literatura moderna, pionera de diversas técnicas narrativas, enriquecedoras del arte de la palabra y creadora de fascinantes novelas, relatos y ensayos. Su novela Orlando(1928) marcó un hito en la historia, al tratar a un humano que alguna vez fue hombre y posteriormente se convirtió en una mujer, por razones intrincadas del camino, quien a lo largo de cuatro siglos vivió tantos cambios en el mundo como en su persona. Una de las figuras más logradas de la narrativa para poner en cuestión las ideas de lo masculino y lo femenino. Y la lista de la celebridad femenina podría continuar hasta agotar estas líneas. Estas vidas y estas personalidades femeninas en los más diversos campos del saber y de la acción han contradicho la idea de que sólo los hombres podían dar al mundo un Platón, un Aristóteles, un Homero, un Marco Aurelio, un Julio César, un da Vinci, un Albert Einstein. Nada más lejos de la realidad. La ciencia ha comprobado, por otra parte, que la naturaleza de una mujer posee las mismas funciones intelectivas que la del hombre. En potencia, todos están invitados a ser los más excelentes en sus vocaciones o disciplinas. ¿Cuándo fue que ello se pervirtió y se prefirió ver únicamente a los hombres egregios?
Aun cuando han sido las figuras masculinas las que han eclipsado a otras femeninas, estas estrellas han brillado con suficiente fuerza para no ser veladas. Al existir una igualdad de potencias entre ambos géneros es inverosímil que todavía haya quienes consideren al hombre superior en estos respectos para ostentar los papeles principales de la vida pública. De manera que tampoco esa supuesta supremacía de las cualidades acredita al género masculino para relegar a la mujer en segundo plano. He aquí un argumento más a favor de la idea asumida de la necesidad de la igualdad de género para la consecución de un estado justo para todos. Comprobada esa igualdad, no restaría sino seguir ese rumbo de la sana competitividad, la relación auténtica y la certeza de que no hay coto alguno para el desempeño de cualesquiera que sean las tareas que gusten ser realizadas por hombres o por mujeres.
La relación mujer-hombre como efecto de la pulsión de Eros: un camino natural hacia la igualdad de género
De acuerdo con el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, en el ser humano existen dos impulsos naturales: el impulso de Eros, que tiende a la vida y a la creación, y el impulso de Thanatos, que tiende a la muerte y a la destrucción. Si concedemos esta tesis como cierta, que por constatación histórica así podría sugerir, acaso en ello podríamos encontrar una ruta para el tejido de las nuevas relaciones entre géneros. La violencia hacia el género femenino ha sido constante y férrea, pero también es verdad que sólo la humanidad ha perdurado por la perpetuación de la especie de forma sexual. Esa unión sexual, afectiva y biológica ha conllevado a la unión de los hombres y las mujeres por un fin más trascendente. La convivencia, incluso la relación positiva entre ambos, también ha sido una certidumbre que podemos extraer y de la que podemos servirnos para pensar en posibilidades tangibles para el nuevo mundo que deseamos erigir. Pero al margen del psicoanálisis, podemos apreciar estas relaciones en la vida privada y en la vida pública en todas las naciones. El hombre y la mujer, desde la noche del tiempo, también se amaban. Ese gesto amoroso no podría ser del todo posible si no mediara una comprensión por la otredad, una empatía por el otro sexo, amén del saber que los otros o las otras son iguales a nosotros. Hay en el espíritu de cada hombre y de cada mujer una tendencia por la segregación, la comunión, un deseo por compartir y establecerse un orden de cosas enclavado en una cierta idea de justicia. En otros términos, apelo a esa «pulsión»entre ambos géneros para garantizar, en la medida de lo posible, una realidad gestada y gestionada de maneras cada vez más equiparables y conscientes de que ni uno ni otro debe ponderarse más. Si hoy en día ha habido máslogros que nunca en la igualdad de género, como se comprueba con la presencia femenina en ámbitos políticos, artísticos, científicos, deportivos y de toda índole, ¿no ha sido en buena parte porque los humanos también comprenden la importancia de vivir en paz para obtener un progreso, sea lo que sea que se entienda por esto, y que no podría ser factible sin la colaboración de todos los congéneres? Cierto que, como lo consideraba Simone de Beauvoir, muchas parejas a lo largo de los siglos fueron concertadas por relaciones de poder, por intereses familiares, imposiciones de un buen hombre para una mujer, inclusive por costumbres sociales; pero ello, sin embargo, no invalida el hecho de que también los hombres y las mujeres se pretendan auténticamente y deseen formar una relación para estar bien consigo mismos. Es decir que no todo es resuelto por coacciones de la cultura, sino también por decisiones libres y racionales que conducen a los géneros, podría pensarse en clave freudiana, guiados por ese instinto erótico, a su enlace definitivo. Si esto resulta verdad, entonces hay un principio natural capaz de procurar un estado de justicia, armonía y felicidad entre los hombres y las mujeres a través de esos mecanismos ya insertos en su ADN.
Nuevas estéticas de género para una cultura igualitaria
Una nueva estética hacia la deconstrucción de la masculinidad y la feminidad, como dos naturalezas contrarias o en pugna, es preciso encontrar en la actualidad a fin de establecer una realidad más acorde a los fines que aquí se plantean: un mundo más justo, más igualitario, más armónico. Pero acaso no sea una completa deconstrucción lo requerido, sino una reconstrucción de los valores, las características y los ideales tanto masculinos como femeninos. Las mujeres no nacieron con vestidos de color rosa ni los hombres con capas principescas y de color azul, idea que pone de manifiesto el papel que han tenido los estereotipos de género. La filósofa Simone de Beauvoir acierta en este respecto: muchos de los rasgos adquiridos por cada género han sido deuda de una cultura y sus figuraciones. De ello pueden derivarse una serie muy vasta de caracterizaciones de lo masculino y lo femenino. De lo masculino como que es el género representativo de la fuerza, el poder, la caballerosidad, la templanza, la resistencia, la producción, el aprovisionamiento, etc. De lo femenino que es el género débil, recogido, afable, dulce, protector, criador, de la pasividad más que de la actividad, etc. Ello nos coloca en una limitación grave de identidades que, de hecho, se ha materializado en realidades tan desbalanceadas para un género. Asumirse en un campo estrecho de identidad y de funciones que ejercer en la vida, ya constituye una precondición que no puede arribar a los dominios de la libertad y la justicia. Quien nace en este mundo, hombre o mujer, ya debe ser de un modo o de otro, sin importar quién de los dos tenga más poder. Precisamente ese efecto es el que se busca reemplazar a través de una estética esencial en la humanidad para ser más receptivos a nuevas formas que redefinan la masculinidad y la feminidad, ello sin agravar necesariamente la naturaleza biológica de cada género. ¿Pero cómo puede lograrse una reconfiguración estética y cultural de ambos géneros? Acaso la mayor fuente para ello se encuentre en el arte. Ha sido la imaginación que ha ido siempre delante de la razón y de las demás facultades humanas. Desde ella ha sido posible plantearse una realidad más igualitaria para hombres y mujeres, cuando, efectivamente, no en una imagen de la realidad, no constatable en ningún contexto, sino apenas como un deseo por ver lo posible ante lo real. Por sólo mencionar un ejemplo notable de cómo el arte ha repercutido en la creación de nuevos ideales para los géneros, en la literatura del escritor Emilio Salgari, encontramos una novela, El capitán Tormenta (1905), donde el protagonista, a fin de ocultar su identidad, se disfraza de hombre y es en realidad una mujer. La historia ocurre en Famagusta, 1570, cuando en Chipre se están desmoronando los cristianos y no queda más que la capitana Tormenta, que es la condesa de Eboli, quien se alza sobre los turcos y adquiere el triunfo de importantes batallas. La gran lección que se extrae de esta obra es la siguiente: la mujer puede portar armas e ir a la batalla, ser la heroína principal de su realidad, convertirse, a la larga, en un referente de una cultura, ya no como una simple esposa en espera de su marido, para encargarse sola del hogar, de la educación de sus hijos, confinada en el espacio domestico. ¿No es, pues, gracias a las obras de arte que podemos formarnos nuevos tipos de hombre y de mujer, más sanados de espíritu, con mayores capacidades, trascendidos en los parámetros que cultural e históricamente han tenido que estar? Otros casos no menos esclarecedores de la transgresión de idearios de género los descubrimos en Juana de Arco o en Mulan. En tiempos más propicios, la armadura, la cota y las virtudes de su feminidad le habrían valido una suerte distinta a la Doncella de Orleans, que no la hoguera. O Hua Mulan, la legendaria guerra china de los poemas, disfrazada de su padre para marchar a la guerra, obligada después a quedar deshonrada por su osadía. Pero tales temeridades y logros modelan una imaginación que puede ser más que real en un mundo más abierto a los cambios. Si lo que se busca esuna fuente confiable para comenzar a remodelar las nuevas masculinidades y feminidades, diríamos académicamente un «fundamento» ―que de hecho ya sucede, en buena medida porque contemporáneos nuestros y recientes antecesores han visto en el arte estas potencialidades emancipatorias de una cultura constreñida y conservadora―, tenemos al alcance de un libro, de una película, de una pintura, de una pieza musical, de una danza, expresiones humanas que no hacen sino reflejar lo que podría ser en lugar de lo que se es, siguiendo la máxima poética de Aristóteles: que el poeta, o el artista, sirva para decir lo que podría o debería ser. Hay, pues, en esta propuesta estética un camino hacia la igualdad de géneros, bajo la idea de que el hombre y la mujer pueden llegar a ser más de lo que las costumbres y las imposiciones han decretado que sean. Finalmente, y no por el resultado de un azar ciego, una de las milenarias composiciones poéticas de la leyenda de Hua Mulan, indudablemente un hito de ese cambio de paradigma estético de los géneros que aquí tratamos, concluye reveladoramente de la siguiente manera: «La liebre macho gusta de patear y pisotear, la liebre hembra tiene ojos vidriosos y llorosos. Pero si las liebres corren juntas, ¿quién puede decir cuál es macho y cuál es hembra?».
Reflexiones finales
Es digno de reconocer que la labor de crear las condiciones necesarias y suficientes en el mundo para que exista una igualdad de género que permita vivir en paz y en armonía no es un asunto sencillo. Sin embargo, han sido estos argumentos que he recabado en este trabajo los que, en más de un sentido, me han persuadido de que hay en ellos más verdades de las que podrían esgrimirse en contra de ellos. El mismo origen para ambos géneros, una naturaleza humana compartida, las mismas capacidades físicas e intelectuales para ambos, el amor a la vida y al otro género para la procuración de la existencia y el mantenimiento de un estado pacífico, además de las nuevas estéticas brindadas por el arte y la cultura para continuar reinventando las identidades y las potencias, ponen en juego una dialéctica importante en las sociedades actuales, pero que se vuelve innegable el hecho de que, gracias al reconocimiento de que somos una especie, podemos hacer las mismas cosas, somos entes atraídos por naturaleza y disponemos de una imaginación muy superior, en muchos casos, a la realidad que toca por suerte, considero que hay razonadas y justificadas razones para plantear un escenario cada vez más optimista en materia de igualdad de género. Así pues, el empuje de la historia, las luchas sociales, los logros de la mujer en la vida pública, la apertura más allá de lo legal o lo formal para asentar que las mujeres y los hombres tenemos una idéntica actuación principal que dar y el ineludible vuelo del arte para alcanzar esa realidad primero existente en la imaginación, he ahí las mejores pruebas que se pueden invocar para forjar un nuevo tiempo más igualitario.
Bibliografía
Beauvoir, Simone. (1970). El Segundo Sexo, Buenos Aires, Siglo Veinte.
Freud, Sigmund. (2012). El porvenir de una ilusión. El malestar en la cultura. México, Grupo Editorial Tomo.
Lilia Elisa Castañón. Simone de Beauvoir y la condición femenina. Revista Melibea, vol. 4, 2010, pp 67-80.
Fuentes audiovisuales
https://www.youtube.com/watch?v=UHgU4tZdWko
Otras
Comentarios
Publicar un comentario