Capítulo 58 de mi libro La Pluma de la Libertad: "Odiseo y Ulises" Rapsodia XXV
Capítulo 58.- “Odiseo y Ulises”
Rapsodia XXV
Cuando apareció la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, el preclaro Odiseo, hijo de Laertes y rey de Ítaca, escapó de la siesta que lo demoraba en su lecho, pues los astros ya no figuraban en el éter, y allí junto a él yacía su esposa, la fiel Penélope.
―Ahora que he regresado a mi patria, siento que los ánimos los recupero, así como hacen los ríos que desembocan allá donde rige Poseidón que sacude la tierra; de la misma suerte siento que nada me hace falta, mas, habiendo atravesado muchas desventuras; ninguna de ellas fue suficiente para apartarme de tus brazos, querida Penélope―dijo estas aladas palabras Odiseo, fecundo en ardides.
―Diez largos años esperé a Odiseo, hijo de Laertes, esposo mío y padre de mi hijo Telémaco, y otros días años más tuve que esperar, mas la dilatada espera ha traído sus frutos y ahora gozo en mi lecho al hombre que en batallas estuvo y que de los infortunios más desgraciados sobrevivió. ¡Oh Odiseo! El más valeroso que los dioses pudieron concebir, desde el vinoso ponto has vuelto a mí―dijo la discreta Penélope, hija de Icario.
―Ningún hado funesto es capaz de perder el corazón de un hombre que es amado por una mujer como Penélope. ¡Oh la más fiel entre todas las mujeres! La parca no me quiso en el Inframundo ni mi alma quiso quedarse en el río Aqueronte, soy para ti, de ahora en lo sucesivo he de amar a mi esposa como en todos estos años hice tan lejos de Ítaca―y apenas Odiseo hubo dicho estas palabras, los dos reyes de Ítaca se entregaron solícitamente a sus pasiones. ―Mis noches eran tristes, parecía un alma enlutada, parecía una hoja deshecha que el viento movía sin ningún propósito―dijo Penélope ahora que su cuerpo era uno solo con el cuerpo del divino Odiseo.
―¡Oh Penélope! Ninguna diosa del Olimpo podría rivalizar contigo en belleza. Tú resplandeces más que el mismo Apolo. No hubo un solo día que mis pensamientos no se posaran en tu recuerdo, querida Penélope, ya ansiaba la dulzura de tu amor y que cesaran todos mis infortunios y finalmente ese tiempo tan anhelado ha llegado. Las palabras vuelan prontamente de mis labios para rendirte los elogios que tanto mereces, pero más veloz es mi boca que se lanza sobre la tuya, pues no hay sabor alguno en toda la Hélade que se compare al sabor que emana de tus rosados labios.
―Creí que la senectud me sorprendería a tu retorno, mas la suerte ha sido otra, y aunque no resida en años mozos, aún brillo para ti, mi amado Odiseo, el más astuto de los mortales.
―Mis ojos se deleitan al contemplar tal hermosura, mas es deber de un rey velar por los bienes de su pueblo, así que partiré a la costa a observar los trabajos que son llevados a cabo en los muelles de mi patria.―refirió estas palabras el hijo de Laertes, el paciente divinal Odiseo, fecundo en ardides. ―Ve y haz tus tareas, Odiseo Laertíada, que yo te esperaré en el regio palacio para degustar de pingües viandas y dulce vino―dijo la discreta Penélope.
El anchuroso ponto mugía con estrépito, las aguas se mecían con ímpetu, como si el que sacude la tierra estuviera furioso por alguna grave injuria. Se desencadenó el fuerte soplo de terribles vientos que levantaba grandes olas, el paciente divinal Odiseo caminaba por la arena de la costa itacense, veía su hogar y recordaba tiempos antiguos, mas la furia del ponto lo inquietó en sumo grado y su corazón lo perturbó.
―¿Será acaso una señal proveniente del largovidente Zeus Cronida?―se preguntó el de la casa de Laertes.
Una lluvia comenzó a caer desde el cielo, Apolo había sido eclipsado por unas nubes que vagaban en las alturas, en esos momentos apareció un joven delante de Odiseo y este le miró con extraños ojos, como si se tratara de alguien que no semejaba a nadie de aquellos a quienes el divinal hijo de Laertes conocía.
―¡Saludo al ingenioso Odiseo Laertíada, el más astuto de los mortales! El hado me premia con la dicha de ver al hombre en quien he depositado toda mi admiración―dijo estas palabras el joven que se acercaba a Odiseo―te habla un hombre venido del mar salobre.
―Oh amable joven, son bien recibidas tus generosas palabras, mas dime ¿cuál es el nombre de aquel que me confiere ínclita gracia?
―Mi nombre es el mismo que porta el hombre que posee más dignidad que yo en poseerlo―respondióle el joven con estas palabras. ―¿Dices que mi nombre es también el tuyo?
―Así es, oh rey de Ítaca. Mi nombre es Ulises, que en otra lengua es el equivalente a Odiseo, el nombre que ha tocado profundamente mi corazón. ―O mi claro juicio yerra o tú no eres un itacense―Odiseo se expresó de esta guisa.
―Su juicio es claro, yo no pertenezco a esta patria.
―¡Ulises, joven venido de otras tierras! Recibirás los debidos dones de hospitalidad, serás atendido como si estuvieras pisando suelo patria, aunque tus pies se encuentren lejos de tu morada. Que tu compañía me siga hasta que la noche sobrevenga y entonces degustemos copiosas viandas y dulce vino en mi regio palacio.
―Tengo noticias que referirte, oh divinal Odiseo, pues mucho me temo que no todo es felicidad, he de confesar que mi velera nave fue destrozada por viejos enemigos que hiciste durante tus viajes por el ponto, los hijos de Poseidón vienen hacia la áspera Ítaca, tu reino, tu familia, todos los itacenses y tú principalmente corres peligro de muerte. El que mueve la tierra ha instruido a sus hijos para que adquiriesen el arte de la navegación. Ellos se acercan al tiempo que estas palabras son pronunciadas con prontitud. ¿Qué faenas ejecutarás para librarte de este embrollo?―y cuando Ulises hubo dicho estas funestas palabras, el semblante de Odiseo tornó oscuro y cayendo en una incertidumbre su silencio fue largo hasta que finalmente dijo las siguientes palabras:
―Poseidón no tendrá perdón de mí y ahora ha enviado a sus hijos los cíclopes en cóncavas naves para buscar venganza. El ciego cíclope Polifemo viene montado en cólera, dispuesto a borrarme de la faz de la tierra. ¡Oh diosa Atenea ruego que derrames en mí un poco de tu sabiduría para poder sortear los males que se avecinan!
―¡Odiseo Laertíada! Tus ardides jamás se agotarán en tu infinita capacidad de engendrar las tretas más maravillosas y engañosas que puedan concebirse―dijo Ulises estas palabras cargadas de ánimo para el fecundo en ardides.
―He osado en contrariar al dios de los mares, él me ve con malos ojos y hará todo lo que dependa de su poder para hacerme padecer más cuitas, como si las sufridas en estos veinte años no fuesen suficientes. ¡Ay de mí! Mas la pesadumbre no regirá mis miembros ante semejante suerte, la diosa Atenea me otorgará sus venerables virtudes.
―Concédeme las armas que me pondré a tu servicio, pues sean malditos esos cíclopes para siempre por haber asesinado a mis compañeros que navegaban conmigo sobre el azulado ponto.
En esos momentos, Telémaco, el hijo del prudente Odiseo, llegó a la costa itacense donde se encontraban su padre y Ulises y en llegando dijo estas aladas palabras:
―¡Padre! Tienes que ser testigo de esta calamidad que acecha las costas de Ítaca, pues al menos cincuenta horrendos monstruos se acercan en veleras naves de gran tamaño, son cíclopes, con un solo ojo en sus cabezas, todos exceptuando a uno que no tiene su ojo, ese debe ser Polifemo, aquel al que privaste de su visión sagazmente para que recordara sus malos modales y poder escapar de su cueva.
―Así es, no hace falta más razón a tus palabras, por lo que debemos prepararnos para una cruenta batalla―dijo el igual a Zeus en prudencia. ―Todo el ejército itacense está listo con flechas y lanzas desde las cumbres de los más altos peñascos que bordean la costa―dijo Telémaco, el hijo de Odiseo del linaje de Zeus.
Telémaco descargó del caballo en el que había llegado, tres égidas, tres espadas y tres preciosas grebas, y esa armadura vistieron Odiseo, Ulises y Telémaco. Una campana de guerra sonó en la guardia itacense para poner alerta a todo el pueblo y se resguardaran en lugares seguros. Cientos de soldados itacenses arribaron a la costa para unirse al rey Odiseo, su hijo Telémaco y el extranjero Ulises, todos ellos aguardaban con marciales armas la llegada de los cíclopes. Una voz grave venía del mar con estridencia y horror apabullante y dijo estas injuriosas palabras:
―Aquel que ha causado un oprobio privándome de la vista y dijo llamarse nadie, ese farsante ha de morir por las heridas que me ha hecho en mi propia casa. ¡Odiseo Laertíada, Rey de Ítaca, hijo de Laertes del linaje de Zeus! Revístete de valentía y enfréntame con tus marciales armas, pues ha llegado el día en que serás enviado al Hades.
La potente voz causó miedo en los corazones de los itacenses, pero Odiseo exhortó a sus compañeros que nada había que temer y luego dijo estas palabras al cíclope Polifemo:
―¡Oh Polifemo! Infeliz y vengativo cíclope que ha faltado a los dones de la hospitalidad, no sólo privaste de la vida a mis amigos, sino que los devoraste como animales y te los comiste sin que ellos te hubiesen causado injuria, nosotros que llegamos a tu morada en son de paz fuimos recibidos como trozos de carne para saciar tu apetito. No dejaste de ellos rastro de su existencia, ni sus intestinos, ni la carne ni los medulosos huesos, llenaste tu vientre cual montaraz león. Mis actos tan sólo fueron el de un hombre buscando sobrevivir de las garras de un fiero monstruo como Polifemo y así salvar las vidas de mis compañeros. La pérdida de tu ojo no es tan ignominiosa como la pérdida de mis amigos. Has tenido la osadía de venir a mi patria con propósitos sangrientos, mas yo te doy la oportunidad de salvar tu pellejo una vez más, sin embargo, debes marcharte antes de que una lluvia de flechas caiga sobre ti y los tuyos.
El cíclope Polifemo, luego de haber escuchado las palabras del ingenioso Odiseo, se inundó de ira y prontamente contestó:
―No he cruzado el dilatado abismo del mar para no hacerte pagar como es debido, pues he de decirte que ningún hombre hiere de semejante forma a un cíclope, es por eso que mi pueblo me acompaña y viene hasta tus tierras a matar a todo itacense, acabaremos con tus parientes y tu descendencia, nadie recordará el nombre de Odiseo Laertíada, sino que se acordarán de ti con el nombre que alguna vez dijiste tener: Nadie y precisamente en Nadie te convertirás cuando tu carne se separe de tus huesos―y dichas estas palabras, acto seguido Polifemo se precipitó en arrojar una gran piedra hacia Odiseo, mas su puntería falló. En ese preciso instante, un fulgor resplandeciente apareció cerca de las veleras naves de los cíclopes y profirió las siguientes palabras:
―Yo, la divina entre las diosas, la de hermosa cabellera, Atenea, hija de Zeus Cronida, ordeno detener esta innecesaria batalla entre cíclopes y hombres. Suficiente sangre ha sido derramada. Polifemo, márchate con los tuyos y regresen a su morada, bastante desgracia has causado en el noble Odiseo. ―¡Óyeme Poseidón que ciernes la tierra, no permitas otra afrenta, aparta de tus hijo a la divina entre las diosas y haz que se cumpla mi venganza. Entonces el mar se abrió formando un inmenso agujero profundo que se tragó las veleras naves de los cíclopes y esa fue la última vez que Odiseo supo de Polifemo y de algún otro cíclope.
―Gracias, ¡oh la más divina entre las diosas! Tu humilde siervo Odiseo es quien más te ama. Tu bendición nos llena de júbilo.
―Haya amor, paz y abundancia en Ítaca, y que el rey y los suyos sean dichosos hasta el término de sus días―dijo la de ojos de lechuza y luego desapareció. ―Ahora que nada entorpece la armonía y la futura prosperidad en que yacerá mi patria, te invito, oh valiente extranjero Ulises, a compartir el alimento y el dulce vino a mi morada, aprovecharemos la ocasión para conocernos mejor y sepan sólo los dioses lo que ocurrirá después―dijo estas palabras el divino Odiseo, hijo de Laertes, fecundo en ardides.
―Gracias, Odiseo Laertíada, mi suerte no podría ser mejor―y dichas estas palabras, Ulises y Odiseo se encaminaron al palacio.
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